Sabiduría palpable

El bien de Raúl Donaires es intangible pero palpable, es la sapiencia entendida como una forma de crear felicidad, aunque él no sea risueño. Habla pausado, transmite calma, sosiego, tranquilidad, nunca pasa nada. Nunca pasa nada. Parece haber nacido de entre la frondosa naturaleza del Perú, de la Pacha Mama, se podría asemejar a un chamán, pero joven y sin alusiones espirituales sino de la prosaica realidad. Un enlace entre los recursos de la tierra y las necesidades de los humanos.

Anda ágil por los terrenos como si se fuese amoldando el suelo a su pie, como si la faz previera sus pasos, ya sea entre las rocas de un río, entre cumbres andinas, entre los huertos, por los valles. Vaya por donde vaya, a sus 34 años, se le respeta. Los que le conocen no le llaman por su nombre, haciendo uso de los formalismos del Perú le paran por cualquier lugar y se dirigen amablemente hacia él como “ingeniero”, lo que es, ingeniero agrícola, de la tierra. Reconoce que su mente técnica, protegida siempre con una gorra de tela, tiene que complementarse con el trabajo de los antropólogos para que la ejecución de los proyectos de desarrollo en zonas complejas sea óptimo. De su discurso se desprende que ha interiorizado las ventajas del trabajo en equipo, de la riqueza definitiva de mezclar mentes humanistas y técnicas para conseguir los mejores resultados y corregir fallos.

Cuenta despacio el proceso para llevar agua a cerca de 800 personas residentes en Pataypampa, a 4.000 metros de altura. El desafío era construir una presa, instalar riego, cercar al ganado, organizar los huertos, reforestar la zona con una biodiversidad completamente destruida… Ninguna novedad, son mejoras conquistadas en otras zonas del mundo hace siglos. Más allá del desafío técnico, se enfrentaba a una sociedad masacrada por el terrorismo de Sendero Luminoso, iletrada, sumida en un fuerte bloqueo mental y físico, paralizada, ignorada por el Gobierno, sin economía.

Según detalla, los cambios en las personas y en los colectivos vienen desde dentro, analizando cada historia, cada circunstancia, cada vida. Y describe cómo se desarrolla el proyecto paulatinamente, conociendo primero que se organizan por comunidades, que muchos de los hombres están alcoholizados y son violentos, que las mujeres están silenciadas y callan los golpes. Después analiza cómo podrían mejorar, preguntándoles a ellos y ellas qué necesitan, qué quieren, qué les gusta más. Haciéndoles conscientes de que tienen sus derechos, de que pueden decidir, de que es conveniente aprender las técnicas y enseñarlas más tarde, de que deben implicarse y participar en las mejoras. Participar. Que el logro sea de ellos.

Él siempre está en segundo o tercer plano. Nunca, nunca, es protagonista. Comienza a contar en detalle algunas de sus experiencias prácticamente al quinto día de conocerle. Hasta el momento, conducía una ranchera como si fuese una extensión de su cuerpo, iba de un proyecto a otro y respondía de forma clara, precisa y concreta a las preguntas con un vocabulario impecable, usando palabras como “desabrida” para referirse a la carne de caballo, con la templanza suficiente para atrapar sin aspavientos y en silencio a una abeja que se quedó entre una escafandra y mi cara. Solo cumpliendo firmemente con la tarea encomendada por CEPRODER.

En esa ranchera, de pronto, un día, comenzó a contar, narrar, describir, ilustrar con palabras y expresiones la situación de las mujeres de Pataypampa. Fue la primera vez que sonrió abiertamente, y no lo hizo por sí mismo, lo hizo simulando la sonrisa de las mujeres de la zona, que gracias a los proyectos pudieron instalar una clínica odontológica para la comunidad y arreglar sus dientes faltos de calcio. Hasta el momento, no se atrevían a enseñar la dentadura por vergüenza. Sin sentimentalismos, este ingeniero sabe lo que es trabajar en un entorno duro, de injusticia enclavada y desigualdad manifiesta. Ahora ve el logro conseguido entre todos como un sueño, un ejemplo a seguir. Cambia su gesto cuando hace feliz a los demás, sabiduría palpable.